domingo, febrero 03, 2008

ARTÍCULO DEL AUTOR APARECIDO EN DIARIO IRREVERENTE


UNOS DIAS EN VENECIA

Tengo delante de mis ojos, muy cerca, una pequeña acuarela. Se trata de una embarcación de unos cuatro o cinco metros, que flota sobre el agua casi verde. A la derecha hay una playa de arena que parece rosa, y el fondo es un cielo azul, limpio e inmenso. No se ve el sol, y nada permite deducir la temperatura, aunque en la pintura parece que es que es verano. El cuadro es sencillo. No contiene muchos elementos, pero la contemplación de su belleza, me ha hecho recordar como vino a parar a mis manos. Fue en un viaje a Venecia. Una ciudad, que con el paso de los años, de los siglos, sigue siendo misteriosa; sigue siendo la misma. Pasear por sus calles, perderse por ellas, contemplar sus viejos palacios y observar como el agua lame el umbral de sus puertas, ver como las gentes caminan por sus luces y por sus sombras, admiradas de tanto esplendor. Todo eso y mucho más, me recuerda este pequeño cuadrito, que enmarqué al volver de aquel viaje a la Serenísima República de Venecia. Allí conocí a Antonio, el pintor. Se ponía todas las mañanas en una calle, con su caballete y sus pinceles, a eso de las once, a pintar hermosos paisajes como el que tengo ahora encima de la mesa. Eran paisajes inventados, sin modelo, porque Antonio se sabía Venecia de memoria. No necesitaba ponerse delante del Lido para dibujarlo. Lo tenía grabado en su retina, y no tenía más que proyectar en el cuadro, lo que su imaginación o su memoria veían con claridad. Antonio tuvo el privilegio de nacer en Venecia, algo que pocos mortales se pueden permitir. Le conocí justo al salir del museo Vivaldi, otro Antonio. Estaba allí sentado en su banqueta, pintando pausadamente, cualquier paisaje Veneciano y yo me quedé mirándole. Me acerqué por su espalda, ya que se ponía así para que los turistas como yo, pudieran ver sus obras, y asistí al nacimiento, a los primeros trazos del cuadro que tengo ahora encima de la mesa. Antonio hacía poesía con su pintura. Todos sus cuadros, extendidos a su alrededor por el suelo, tenían una magia especial. Yo no soy capaz de describir esa magia porque no soy especialista en “EKFRASIS”, que es la descripción en poesía o en prosa de un objeto artístico. Pero puedo decir que él pintaba luces y colores que eran palabras. Los ingleses le han dado un nombre a esto: “word painting” y por ejemplo escritores como Carlos Dickens cultivaron la pintura de palabras. Incluso recuerdo un pasaje de “En busca del tiempo perdido” de Proust, en el que Bergotte, un escritor que estaba enfermo, decide ir a ver un cuadro, nada menos que de Vermer, concretamente uno llamado “La vista de Delf”, para fijarse en un detalle concreto; un fragmento de tela pintado de amarillo. Proust era así, que le vamos a hacer. Pero yo, aunque lo pueda parecer, hoy no quiero hablar de pintura, sino que escribo para hablar de Antonio.
Como me quedé muy impresionada por sus pinturas callejeras, fui a buscarle al mismo lugar al día siguiente. Caminé por las calles de Venecia, segura de que le iba a encontrar, pero al llegar a la plaza en donde se encuentra el museo Vivaldi, Antonio no estaba. Pregunté en un café cercano, y me dijeron que nunca se ponía en el mismo sitio. Así es que me puse a caminar, hasta que, al doblar una esquina cercana, le vi. La escena era la misma. Continuaba pintando mi cuadro que había avanzado poco. Parecía que le estaba dando una segunda capa de color a la pintura. Pintaba en capas, como escriben muchos escritores, que van cubriendo el relato con capas de palabras, haciéndolo cada vez más denso. Volví a acercarme a él, que inmediatamente me reconoció, diciéndome: “Señorita, vuelve usted a ver mi cuadro. Eso es que le ha gustado”. Me contó que había nacido en Venecia, pero que por motivos de comodidad vivía en una ciudad cercana. Venía todos los días en barco a pintar, salvo que hiciera mal tiempo. Me preguntó mi nombre, y me dijo el suyo. Antonio.
Como estábamos cerca del museo Vivaldi, se escuchaban acordes de las cuatro estaciones. Antonio a veces se callaba, e intentaba concentrarse en su pintura. Yo me quedaba mirando su técnica, observando como mezclaba los colores delicadamente con los pinceles. De repente paraba, me miraba a los ojos, y comenzaba de nuevo a hablarme. Aquella mañana me habló de Freud, del que conocía sus obras con detalle minucioso. Antonio era psicoanalista, pero decidió un día dejar su consulta, para dedicarse a pintar cuadros en Venecia, y vivir de los turistas que, como yo, le compraban cada día sus pequeñas obras. En el capítulo primero de “Psicopatología de la vida cotidiana, Freud cuenta que un día se sorprendió porque no podía recordar el nombre del artista que pintó los frescos del juicio final, en la catedral de Orvieto. Creía que era Boticelli, aunque sabía que no era él. Un día por fin lo recordó. El nombre correcto era Signorelli. El motivo del olvido, según él, era la puesta en marcha del mecanismo de defensa capaz de censurar una palabra que, por algún motivo, ha quedado asociada a algún acontecimiento traumático, como era el caso de la palabra “señor”.
Al atardecer del tercer día, cogimos un barco para salir de Venecia, que nos llevó a casa de Antonio. Como no habíamos comido, preparó una ensalada con pasta y descorchó una botella de vino. Más tarde hicimos el amor. Después me enseñó sus cuadros, de los que la casa estaba llena. Todos tenían atrapada la luz de Venecia.

Napoleón Bonaparte, pasó una temporada en Venecia, después de invadirla en el año 1.797, y cada noche copulaba con una Veneciana, porque decía que aquellas mujeres tenían los mejores orgasmos de Europa. Una de ellas, María Signorelli, consiguió echar raíces en el corazón del general, que estuvo a punto de abandonar a su mujer, y llevarse a María a París, pero tuvo que repartir Venecia entre Francia y Austria, y María no se lo perdonó. Napoleón se despidió de ella dando una lujosa fiesta. Una historia en tres partes, como las obras de Vivaldi. La primera un allegro, la segunda parte largo y piannísimo y la tercera de nuevo un allegro. El conjunto, casi siempre resulta triste, y aunque la música comience “forte”, tiende a terminar “piano”, como la vida misma.

Al día siguiente, no encontré a Antonio. No le volví a ver nunca más. Mi pintor veneciano, se había esfumado entre todos aquellos canales. Recorrí las calles todos los días que quedaban de mi estancia en Venecia, pero Antonio no apareció. El último día fui a su casa a llamar a su puerta. Al escuchar el timbre, un vecino salió al rellano, y pronunció con dificultad mi nombre, preguntándome si era yo misma. Me entregó entonces un pequeño paquete de papel de estraza, que contenía el cuadro que Antonio estaba pintando la mañana que le conocí. El vecino me dijo que Antonio, en cuanto conseguía el suficiente dinero, se marchaba largas temporadas a vivir a Roma, en donde al parecer tenía familia.

El cuadro que me regaló, fue el único recuerdo que pude salvar. Ahora han pasado los años, y de vez en cuando me pongo a mirarlo conscientemente, para que aquellos recuerdos tan dulces, me vengan a la memoria, invadiéndome cualquier tarde que ya daba por perdida. Y es que recordar siempre es un placer.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Da gusto leer relatos como este. Enhorabuna al periódico y al autor por supesto.