domingo, febrero 03, 2008

ARTICULO DEL AUTOR APARECIDO EN DIARIO IRREVERENTES


DESTRUIR EL MUNDO
María estaba muy delgada y tenía los ojos muy hundidos, pero su sonrisa se mantenía intacta a pesar de todo lo ocurrido. Me gustaba ver sus dientes blancos en su boca siempre entreabierta. Como por su aspecto parecía que estaba dormida, pensé que lo mejor sería que me diera una vuelta por el barrio, para tratar de despejarme, ya que llevaba muchas horas sin salir de allí. Me encontraba algo aturdido, aunque debería estar muy acostumbrado a todo esto. Salí a la calle ya muy tarde. Serían como las once de la noche. Entonces decidí tomarme un café. A esas horas, sólo algunos locales despachan café, por lo que entré en uno que me pareció adecuado. En el bar había cuatro o cinco personas, y el camarero una vieja radio. Realmente el local parecía abandonado desde hacía mucho tiempo. Los muebles tenían más de veinte años, y las vitrinas de la barra estaban bastante mugrientas. Me fijé en las lámparas de iluminación, y me di cuenta de que la mayoría de las bombillas estaban fundidas. Incluso había dos o tres que se habían roto y colgaban del casquillo unos finos alambres, a los que se había adherido el polvo de muchos años, y que hace unos años eran los filamentos. Eran, como los clientes del local, lámparas fundidas. Le pedí al camarero mi café, pero comencé a sentir repugnancia, ya que no veía limpieza por ninguna parte, y me temí que lo más probable es que no fuese capaz de tomármelo. Entonces se acercó a mí uno de los borrachos. Tenía aspecto de vagabundo o de transeúnte profesional; esos hombres que deambulan por los cascos históricos de todas las ciudades, y que parece que viven en la calle alcoholizados y víctimas de enfermedades mentales. Sin más preámbulos me preguntó si me gustaba la paella. Yo le contesté sorprendido, sin entender nada, que sí me gustaba. Me dijo que él había descubierto una forma de degustarla muy especial, con la que conseguía, a base de superponer los diferentes sabores del plato en un orden determinado, como si fuesen capas, potenciar el sabor de cada uno de los ingredientes al máximo. Me dijo que la gente no sabía comer. Yo miré el reloj como si quisiera decir que tenía prisa, pero él continuó con su absurdo discurso gastronómico. Me dijo que comer paella tiene su intríngulis. Y se empeñó en explicarme como había que comerla. El proceso dijo es el siguiente: Primero había que comerse los trozos de pollo lentamente y masticándolos bien. A continuación rescataba todas las chirlas o almejas y las colocaba boca arriba, en el borde del plato, de forma que quedaban aisladas del resto de los componentes. Después retiraba todos los trocitos de pimientos y judías verdes de la paella restante, ya que me explicó también que no le gustaban, aunque reconoció que aportaban un buen sabor al plato. Después de todo este proceso, se comía todas las chirlas que previamente había apartado y colocado cuidadosamente en su lugar correspondiente, según su lógica. Por fin llegaba el momento de comerse el arroz salvo el calamar, que se reserva para el siguiente paso. Y por último me dijo que, cuando ya sólo quede el calamar en el plato y ni un solo grano de arroz, hay que comerse los trozos de calamar, con lo que se da por concluida la ingestión de la paella, salvo el último detalle que digamos remata la faena y que consiste en comer un pequeño trozo de pan y beber un vaso de agua fría.
En medio de mi repugnancia el camarero me sirvió el café. Me empezaba a sentir mal. El café, como yo me temía, tenía un olor desagradable, y decidí no tomármelo, pero mientras le ponía azúcar y le daba vueltas con la cucharilla por pasar el tiempo, el maestro paellero, permanecía a mi lado expectante, como si quisiera que me terminara la taza, para seguir dándome sus explicaciones. Llevaba en la mano una copa que parecía de coñac, y tenía la mirada demasiado turbia. Y como me temía que, a continuación, era posible que me intentara explicar la forma más adecuada de zamparse un cocido madrileño, le pedí, con mucha educación, que me dejara tranquilo, ya que no tenía ganas de hablar, puesto que tenía una amiga enferma, a la que estaba acompañando y cuidando, y ahora había salido a dar una vuelta para despejarme. Para intentar largarme de allí lo antes posible, pagué el café e hice ademán de marcharme, pero me sujetó del brazo y me preguntó que ¿cómo era posible que hubiese hecho el gesto de mirar la hora dos veces, si se había dado cuenta de que no tenía reloj? Le contesté molesto que no miraba la hora. Él se encogió de hombros y bebió un sorbo de su copa. Me dirigí hacia la puerta para salir, pero aún no me había soltado el brazo. Dijo que quería acompañarme. No tuve más remedio que aceptar su desagradable compañía, y empezamos a caminar juntos por la acera hacia la casa de María. Al llegar al portal intenté despedirme de él, pero no quería irse. Le dije que iba a subir, pero se empeñó en ver a María. Como no me gusta discutir, y además estaba un poco bajo de moral, accedí contra mi propia voluntad. Casi todo lo que hago últimamente es en contra de mi voluntad. En contra de mi mismo. Subimos juntos por las escaleras de madera en penumbra, y al llegar al rellano, no me lo podía creer. Me encontraba allí, junto a un tipo desconocido y borracho, que se había empeñado en acompañarme a casa de mi querida María. Es increíble lo que le puede llegar a suceder a uno. Abrí la puerta con la llave, y entramos los dos en silencio. Le invité a sentarse un momento en una silla del salón, mientras yo me acercaba hasta la habitación en la que ella dormía. Continuaba igual que cuando me marché. Me acerqué para mirar su rostro, y fue en ese instante cuando me di cuenta de que el borracho de la paella, estaba justo detrás de mí, mirando por encima de mi hombro. Inmediatamente, nada más verla allí en la cama, dijo que iba a llamar a la policía, a la vez que se ponía muy pálido y me miraba fijamente algo desconcertado. No estaba acostumbrado a esto. Le di un empujón que hizo que se tambaleara, hasta que finalmente se desplomó, quedándose sentado en el suelo. Le estampé una botella de cerveza de litro en la cabeza, ya que fue lo que encontré más a mano, y como la botella no se rompía, le di varios botellazos hasta que el cristal estalló en mil pedazos. Aún respiró unos minutos, pero de pronto dejó de hacerlo igual que le había pasado a María. Le quité el dinero que llevaba encima, y el documento de identidad, me puse el reloj de pulsera, que había olvidado en la mesilla de noche, cogí mi revista literaria y me marché de allí con una extraña sensación en el cuerpo. Notaba algo extraño dentro de mi. Bajé por las oscuras escaleras de madera al portal. Aún quedaban unas horas para que amaneciese. Según iba caminando por la acera, empecé a sentirme mejor. Muchas veces me pasa que noto que estoy a punto de marearme. Incluso la vista se me llega a nublar algo, pero en cuanto me da un poco el aire me encuentro mejor. Me fijé en otro portal. Era el número 23 y me quedé pensativo, ya que recordé que este número, según Guillermo Bali, cubano experto en fractales, del que me he leído todos sus libros, es el número más repetido de la naturaleza. Además es un número primo. El portal estaba abierto. Entré y subí por la escalera hasta el primer piso. Llamé a la letra “A” .
“UN PÁJARO SIEMPRE BUSCA SALIR DE SU CASCARÓN. EL CASCARÓN ES SU MUNDO. AQUEL QUE QUIERE NACER DEBE DESTRUIR UN MUNDO. (HERMAN HESSE)

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Veo al autor en un programa de radio. En qué emisora por favor.

Anónimo dijo...

DA miedo pensar que puede haber personas así. Digamos que psicópatas. El relato está muy bien escrito.

Anónimo dijo...

Pensaba en ese tipo de enfermos precisamente cuando escribía este relato. Me alegro que te anime a escribir en el blog. Un saludo
Francisco

Anónimo dijo...

Me he leído este fin de semana los articulos que aparecen en este blog. Me parecen de una calidad literaia extraordinaria. Enhorabuena a su autor. Mi correo es encarnadosdado@live.com

Anónimo dijo...

No se que tiene este autor en contra de la paella. Se ve que ha probado pocas paellas auténticas. Por lo demás resulta muy entretenido.

Anónimo dijo...

no entiendo que tiene que ver la fras del final de Hesse que además creo que era un Nazi

Anónimo dijo...

el articulo me ha dejado con ganas de más, me gustaría que la historia continuase, creo q has descrito muy bien las incongruencias de la mente de un enfermo de estas características.
Lucía.

Francisco Legaz dijo...

Dede luego que se trata de un tema muy interesante. Digamos que estamos hablando de un psicópata. He estudiado la materia por diferentes motivos que los literarios, y te aseguro que es muy sorprendente. Tienes razón en el sentido de que el relato da para un poco más. Si quieres te animo a completarlo tu misma, o sugerir los caminos por los que podría avanzar. Un saludo y muchas gracias Lucia.