lunes, octubre 27, 2008

UNA TARDE EN LA RADIO


Para los que no habéis leído la montaña mágica de Thomas Man, os diré que hasta el momento en que leí aquel libro, el tiempo tenía su velocidad de siempre y su propia dimensión habitual, pero desde que leí esta novela hace muchos años, ya nunca volví a mirar el calendario con los mismos ojos. El tiempo transcurre de forma extraña, a veces es lento e inexplicable, pero otras veces parece endemoniadamente rápido y fatal.
Voy en coche todos los martes a la radio. Atravieso paisajes que parecen lejanos a la enorme ciudad que es Madrid, mientras pienso en “El bosque de las palabras”. Mentalmente sufro el temor al error, a la equivocación, el miedo a quedarme en blanco. Pero por fuera parezco seguro y confiado en mi mismo. Es una forma de espantar el fantasma del miedo. Me dijeron un día que los fantasmas, desaparecieron desde que existe la luz eléctrica y lo creo.
La Montaña mágica es un ejercicio de distanciamiento con nuestro propio sentido del tiempo. Desde que lees esta novela, tu vida ya nunca vuelve a ser la misma. Miras a la gente, y te preguntas si la habrán leído. Una mujer mira el reloj, y en su gesto se delata. No ha leído “La Montaña mágica. Puede que tenga una tuberculosis. Me dan ganas de decírselo: “Sra. Hágase vd. una radiografía de torax y compruebe si tiene cavernas en sus pulmones” La intestinal es aún peor.
En la radio no hay fantasmas. Todo es eléctrico. Delante de mi siempre tengo una mesa llena de cursores que sirven para acelerar el tiempo. Si pones el de la derecha al máximo, te puedes hacer viejo de repente. Pero si lo bajas al mínimo te puedes morir. Es mejor no tocarlo nunca. Con el tiempo no se juega.
Hace muchos años, cuando era un niño, mis padres me llevaban a un pueblo cercano a la emisora. En aquel lugar había un castillo en el que destilaban anís. Visitábamos la destilería y al final nos daban una copa para probar. Recuerdo el sabor dulce de aquella bebida en mis labios y en la lengua. Nunca más lo volví a probar, pero no se me olvida aquel sabor.
La novela de Thomas Man hay que leerla sin prisas. Si tienes prisa puedes pasarte de página. Se necesita lentitud; una palabra bella y difícil de pronunciar. Casi nadie la dice hoy en día. Decir “lentitud”, es casi tan ridículo, como las cartas de amor, según decía Pessoa.
La tuberculosis en aquellos años se curaba en los Alpes Suizos. Mientras, montaña abajo se estaba fraguando la primera guerra mundial. En los valles el tiempo pasaba lentamente, pero arriba, en lo alto de la montaña nevada el tiempo era distinto, porque la enfermedad es mejor que la guerra. Con fiebre e invadido por la infección, el tiempo pasa rápido y fugaz, abreviado y casi inmediato. Los segundos no son más que latidos, y un parpadeo es un día entero. En la guerra las cosas son distintas. No hay nada que valga la pena. La muerte de la guerra es aburrida, y las horas pasan tan lentas, que parecen vidas enteras. Se le tiene tanto miedo a la muerte de la guerra, que sólo se quiere morir de una vez para descansar.
El bosque de las palabras se pasa volando. Son dos horas que duran apenas cinco minutos. Hablamos sin parar; eso es la radio, lo contrario de un libro en el que hay silencio. Cuando miro el reloj, y veo sus manecillas implacables, recuerdo mi infancia ahí mismo, detrás del castillo. Entonces digo: “nos queda poco tiempo”, “vamos a ir terminando”. Y desde que digo esas frases, el resto se me hace largo. Pienso que no debería haber dicho nada, pero en la radio hay que decir. Si estoy callado el tiempo se queda vacío.
El escritor griego Nikos Kazantzakis cuenta que, cuando era niño, se fijó en una crisálida adherida a un árbol, donde una mariposa se preparaba para salir. Esperó algún tiempo, pero como tardaba mucho, decidió acelerar el proceso. Comenzó a calentar la crisálida con su aliento. La mariposa terminó saliendo, pero sus alas aún estaban pegadas y murió poco tiempo después. “Era necesaria una paciente maduración hecha por el Sol, y yo no supe esperar”, dijo Kazantzakis. “Aquel pequeño cadáver es, hasta hoy, uno de los mayores pesos que tengo en la conciencia”
Un día me compré “El libro del reloj de arena” de Ernst Jünger. Me lo leí enseguida y aprendí mucho de los relojes de agua que se llaman clepsidras, relojes de arena, de sol, de fuego, de viento, relojes mecánicos diversos y los modernos y precisos relojes atómicos. El cambio del tiempo que antes era antiguo y hoy se ha convertido en moderno. Millones de años, resumidos en la esfera de un reloj. Los relojes de ruedas y manecillas vieron la luz en el año mil, bajo el reinado del Papa Silvestre II, que también introdujo el cero en occidente. Yo no podría vivir sin el número cero. Quedan cero minutos. Pongo la sintonía, nos despedimos, miro el reloj. Se acabó.