viernes, diciembre 26, 2008

LA DELGADA LÍNEA

La delgada línea

Los seres humanos tenemos una extraña habilidad. Le añadimos fronteras a todo lo que tocamos. Esto es mío, aquello es azul, o yo soy de estos o de los nuestros que aún es peor. En todo hay fronteras; esas desagradables líneas imaginarias, que separan virtualmente las cosas unas de otras, y que nos vemos obligados a atravesar o cruzar constantemente.
Se aprecia la inutilidad de las fronteras precisamente al atravesarlas. El cielo es azul a los dos lados, y la tierra es del mismo color y tiene el mismo tacto, pero decimos que lo de aquí es lo nuestro, y lo de allí es de los otros. Y lo que es el colmo de la demostración de la poca consistencia de la idea de frontera, es que los hombres y mujeres de un lado y los del otro, son tan parecidos, que lo único que les diferencia, precisamente es el lugar que ocupan en el mundo, a un lado o al otro de la línea trazada por ellos mismos o por otros a los que ni siquiera conocen.. Incluso a veces queremos los humanos traspasarlas, para escapar de cualquier cosa, del hambre, de nuestras propias miserias, de la represión, de la muerte o de nosotros mismos. Y entonces, por el hecho de haber atravesado esa línea invisible que separa la nada de la otra nada, que divide un todo monolítico indivisible, nos convertimos en seres a los que se llama “ilegales” en el colmo ya de la absurdez; como sin un ser humano, un ser vivo cualquiera, pudiera ser ilegal.
La literatura tampoco está libre de esas fronteras que nos hemos inventado para dividirlo todo. Y por eso se habla de novelas de esta forma o de aquella otra clase. Románticas, de aventuras, policíacas, novelas negras, o novelas rosa. Y lo primero que te pregunta todo el mundo, en cuanto se enteran de que has entregado una nueva novela a un editor, es que de qué tipo es. Siempre dudo en contestar, y me parece que mi duda es más que razonable, al tratarse de una narración que cuenta una historia y poco más. En mis novelas puede haber amor y lo hay, puede haber muertos, porque morir, es algo consustancial a la vida como el nacimiento y el coito, y puede haber cientos de cosas diversas, pero no siento mi escritura como propiedad patrimonial de ninguna adscripción literaria.
Pero avancemos un poco más en nuestro razonamiento. La gente contaba historias. Contaba lo que había ocurrido, porque lo habían visto, o porque alguien, los abuelos, o los vecinos, se lo habían contado, y nadie se paraba a pensar en nada más, hasta que llegó Voltaire e inventó la filosofía de la historia. Entonces caímos en la cuenta de que la historia, como dijo el filósofo, es el relato de los hechos que el historiador considera verdaderos, o que quiere que nosotros veamos como verdaderos, es decir, su apreciación personal y nada más. El historiador narra unos hechos, basándose en su propia inspiración, con independencia de los hechos en sí mismos. Pero lo que verdaderamente sabemos, lo único que sabemos es, como dijo Ortega, que el presente consiste en contener un pasado humano.
La frontera entre la literatura y la filosofía es débil, muy difícil de apreciar. Son una misma cosa en realidad, y lo que diferencia a unos textos de otros, no es más que el descubrimiento del lector, unas veces ingenuo, y otras avezado y paranoico; demasiado leído.
Cualquier texto está construido sobre otros textos, y todos siguen una línea que parte de un principio y se desarrolla hacia un punto indefinido, lenta y tortuosamente. Y esto es válido igual para la filosofía que para la novela. Ambas tienen esto en común, un mundo creado por infinitos cruces de líneas que forman nudos y redes, en los que cualquier lector incauto puede quedar atrapado, como le suele pasar a la mosca en la telaraña. Lectores ingenuos y paranoides, o críticos impresionistas y estructuralistas, todos pueden caer en la red de los textos y quedar atrapados para siempre. Por lo tanto existen dos niveles de lectura (ya estamos metidos en el asunto de las fronteras, pero soy humano; perdónenme) La del lector que no se preocupa por nada, y simplemente trata de pasar el rato sin más; probablemente el más inteligente y eficaz, y la lectura del que, habiendo leído ya tantos textos en su vida, ni siquiera ve en el texto la primera capa, sino que encuentra el plagio, la similitud, la afiliación política, o los errores del escritor, o incluso aquello que el autor quiso decir, sin ni siquiera saberlo él mismo, con lo que su lectura en lugar de placentera, es ardua y penosa, convirtiéndose, como el psicoanálisis, en una lectura de la sospecha.
La literatura muestra aquí su doble cara como el dios Jano. Es remedio y alivio de todos los males, pero también es un peligroso veneno que los produce y los agranda, haciendo que se desarrollen incluso los males latentes que se esconden en lo más oscuro de nuestro ser, y nunca se puede saber cual es la dosis tolerable y donde está el umbral a partir del cual todo resulta ya tóxico.
¿Y entonces la filosofía es también una narración sujeta a todas estas imprecisiones? ¿Es la filosofía una división más dentro de la literatura?
Que la filosofía se ha aprovechado de la narración, es un hecho más que manifiesto, y si no leamos de nuevo los mitos que Platón pone en boca de Sócrates, y preguntémonos si en realidad estamos hablando de filosofía o de literatura, o de las dos cosas, o de una o de otra alternativamente, dependiendo del nivel del lector, o de lectura que queramos hacer voluntariamente.
La respuesta, dado que los dos son productos del espíritu humano, es muy complicada, y más bien dependerá del lector que del texto. De hecho, muchas veces me pregunto si el éxito de tal o cual novela, no depende más del receptor de la obra que del contenido de la misma. Y aquí me estrello de frente contra las leyes de la promoción y la publicidad, que condicionan totalmente la disposición previa del que adquiere el producto y por lo tanto influyen directamente en el resultado final.
Quiero recomendar a nuestros lectores, la lectura de una obra de teatro. Se trata de “Los últimos días de Enmanuel Kant”, escrita por Alfonso Sastre. En el segundo acto, en el párrafo primero, previo a los diálogos, el autor nos describe la penosa situación de Kant, doce días antes de morir, atado a la pata de la cama, para no perderse. El mayor cerebro del pensamiento, atado a una cama, preso de la demencia y la decrepitud.
La delgada línea entre la filosofía y la literatura, entre la inteligencia y el desastre, entre la vida y la muerte.

lunes, octubre 27, 2008

UNA TARDE EN LA RADIO


Para los que no habéis leído la montaña mágica de Thomas Man, os diré que hasta el momento en que leí aquel libro, el tiempo tenía su velocidad de siempre y su propia dimensión habitual, pero desde que leí esta novela hace muchos años, ya nunca volví a mirar el calendario con los mismos ojos. El tiempo transcurre de forma extraña, a veces es lento e inexplicable, pero otras veces parece endemoniadamente rápido y fatal.
Voy en coche todos los martes a la radio. Atravieso paisajes que parecen lejanos a la enorme ciudad que es Madrid, mientras pienso en “El bosque de las palabras”. Mentalmente sufro el temor al error, a la equivocación, el miedo a quedarme en blanco. Pero por fuera parezco seguro y confiado en mi mismo. Es una forma de espantar el fantasma del miedo. Me dijeron un día que los fantasmas, desaparecieron desde que existe la luz eléctrica y lo creo.
La Montaña mágica es un ejercicio de distanciamiento con nuestro propio sentido del tiempo. Desde que lees esta novela, tu vida ya nunca vuelve a ser la misma. Miras a la gente, y te preguntas si la habrán leído. Una mujer mira el reloj, y en su gesto se delata. No ha leído “La Montaña mágica. Puede que tenga una tuberculosis. Me dan ganas de decírselo: “Sra. Hágase vd. una radiografía de torax y compruebe si tiene cavernas en sus pulmones” La intestinal es aún peor.
En la radio no hay fantasmas. Todo es eléctrico. Delante de mi siempre tengo una mesa llena de cursores que sirven para acelerar el tiempo. Si pones el de la derecha al máximo, te puedes hacer viejo de repente. Pero si lo bajas al mínimo te puedes morir. Es mejor no tocarlo nunca. Con el tiempo no se juega.
Hace muchos años, cuando era un niño, mis padres me llevaban a un pueblo cercano a la emisora. En aquel lugar había un castillo en el que destilaban anís. Visitábamos la destilería y al final nos daban una copa para probar. Recuerdo el sabor dulce de aquella bebida en mis labios y en la lengua. Nunca más lo volví a probar, pero no se me olvida aquel sabor.
La novela de Thomas Man hay que leerla sin prisas. Si tienes prisa puedes pasarte de página. Se necesita lentitud; una palabra bella y difícil de pronunciar. Casi nadie la dice hoy en día. Decir “lentitud”, es casi tan ridículo, como las cartas de amor, según decía Pessoa.
La tuberculosis en aquellos años se curaba en los Alpes Suizos. Mientras, montaña abajo se estaba fraguando la primera guerra mundial. En los valles el tiempo pasaba lentamente, pero arriba, en lo alto de la montaña nevada el tiempo era distinto, porque la enfermedad es mejor que la guerra. Con fiebre e invadido por la infección, el tiempo pasa rápido y fugaz, abreviado y casi inmediato. Los segundos no son más que latidos, y un parpadeo es un día entero. En la guerra las cosas son distintas. No hay nada que valga la pena. La muerte de la guerra es aburrida, y las horas pasan tan lentas, que parecen vidas enteras. Se le tiene tanto miedo a la muerte de la guerra, que sólo se quiere morir de una vez para descansar.
El bosque de las palabras se pasa volando. Son dos horas que duran apenas cinco minutos. Hablamos sin parar; eso es la radio, lo contrario de un libro en el que hay silencio. Cuando miro el reloj, y veo sus manecillas implacables, recuerdo mi infancia ahí mismo, detrás del castillo. Entonces digo: “nos queda poco tiempo”, “vamos a ir terminando”. Y desde que digo esas frases, el resto se me hace largo. Pienso que no debería haber dicho nada, pero en la radio hay que decir. Si estoy callado el tiempo se queda vacío.
El escritor griego Nikos Kazantzakis cuenta que, cuando era niño, se fijó en una crisálida adherida a un árbol, donde una mariposa se preparaba para salir. Esperó algún tiempo, pero como tardaba mucho, decidió acelerar el proceso. Comenzó a calentar la crisálida con su aliento. La mariposa terminó saliendo, pero sus alas aún estaban pegadas y murió poco tiempo después. “Era necesaria una paciente maduración hecha por el Sol, y yo no supe esperar”, dijo Kazantzakis. “Aquel pequeño cadáver es, hasta hoy, uno de los mayores pesos que tengo en la conciencia”
Un día me compré “El libro del reloj de arena” de Ernst Jünger. Me lo leí enseguida y aprendí mucho de los relojes de agua que se llaman clepsidras, relojes de arena, de sol, de fuego, de viento, relojes mecánicos diversos y los modernos y precisos relojes atómicos. El cambio del tiempo que antes era antiguo y hoy se ha convertido en moderno. Millones de años, resumidos en la esfera de un reloj. Los relojes de ruedas y manecillas vieron la luz en el año mil, bajo el reinado del Papa Silvestre II, que también introdujo el cero en occidente. Yo no podría vivir sin el número cero. Quedan cero minutos. Pongo la sintonía, nos despedimos, miro el reloj. Se acabó.

domingo, octubre 12, 2008

EL CUERPO. PARADIGMA DE MODERNIDAD.


La alteridad del cuerpo contemporáneo no es ya de naturaleza simbólica sino científico - técnica. Tras la erosión del simbolismo premoderno y de los grandes discursos racionales de la modernidad, el sujeto viene a relacionarse con su cuerpo a través de un sinnúmero de pequeños modelos como la psicoterapia, la sexología, el yoga, el jogging, la danza, la gimnasia, la macrobiótica, las artes marciales la astrología, etc. Y no es sólo una cuestión de metodología. Los micromodelos segregan incesantemente y difunden en el proceso circular circundante de los medios de masas, multitud de criterios más o menos difusos de aceptabilidad (salud, juventud, flexibilidad, potencia sexual, etc. que multiplican la sanción hasta un nivel casi microfísico: el de la caspa, las espinillas, las arrugas, etc.
No se trata pues, de algo parecido a la liberación del cuerpo, según un paradigma moderno, sino de su traducción banal como estilo y "calidad de vida", como utopía de consumo.
Es a partir del siglo XVI cuando se explicita la posibilidad de leer el cuerpo como un texto, aún cuando esa posibilidad se dio implícita en la ilustración griega y romana de la antiguedad. Es notable el hecho de la contemporaneidad entre la arrebatada representación gestual del arte barroco y las reflexiones modernas sobre las pasiones.

lunes, septiembre 29, 2008

REVISTA LITERARIA ALMIAR

Esta revista literaria digital tiene mucha enjundia. Se trata de gente que trabaja mucho por la literatura, en un nivel distinto al de los best sellers y grandes publicaciones. Os quireo ecir que merece la pena tener en cuenta su lectura periódica. Aquí os dejo el enlace: http://www.margencero.com/
Un saludo

Francisco Legaz.

domingo, septiembre 28, 2008

mi nueva novela


El jueves día 25 de septiembre de 2008 se puso a la venta mi nueva novela: "TRAZO BLANCO SOBRE LIENZO BLANCO". Espero tener muchos lectores satisfechos.

sábado, septiembre 27, 2008

PLYNGO

Quiero llamar la atención de los lectores para que enlacéis con el bog de este escritor. No os lo perdáis. Esta lleno de frescura y originalidad.

http://plyngoandwriters.blogspot.com/2008/09/presentacin-del-libro-trazo-blanco.html

miércoles, agosto 06, 2008

ARTÍCULO PUBLICADO EN IRREVERENTES


LA NOVELA HA MUERTO
En el pasado, nadie lo discute, han ocurrido muchas cosas. Algunas fueron malas y otras fueron muy buenas. Casi todo el mundo está de acuerdo en que para construir el presente necesitamos del pasado como un material imprescindible. Pero ocurre que muchos se encuentran siempre al borde del desengaño y el desencanto, debido a que ven en lo pretérito, el modelo al que el presente tiene que copiar o emular, y esta forma de pensar, constituye la clave de un error. El pasado no es un modelo a seguir, sino que es una referencia con la que imaginar el futuro. El modelo perfecto aplasta e incapacita, y no nos sirve para salir o escapar de la realidad, que se convierte así en una condena, ante un objeto inalcanzable.
La novela del siglo XIX es pasado indiscutible, pero hoy estamos en el siglo XXI. Los que hablan de la muerte de la novela se quedan cortos en la expresión de su pesimismo. Deberían añadir “de la novela del siglo XIX”, que sirvió y que todavía sirve para conocernos, hoy mismo incluso, mejor como escritores. Aún quedan retazos de esta forma literaria decimonónica en los confines del sistema, pero en lo que hoy llamamos occidente, estamos ya en otra onda, para mal o para bien.
Lo que hoy se escribe puede compararse con lo que se escribía entonces, pero si lo que intentamos es cruzar los modelos o las referencias, lo único que obtendremos será confusión. Y es una pérdida de tiempo pensar en el futuro, si previamente no aceptamos, intentamos comprender y ponemos en orden el pasado. La literatura tiene mucho de investigación, por lo que se encuentra muy ligada al presente, y el presente de aquellos años, hoy es algo que ya pasó, porque el presente de hoy es hoy.
Nuestra obligación, la obligación de los escritores actuales será pues la de explorar lo posible, aunque tenga que ser en los laterales sombríos de la realidad que tenemos delante de nuestros ojos. Max Weber decía que: “para conseguir lo posible hay que aspirar a los imposible”. Y para los desencantados y desengañados de todo, de la política, o de la literatura, lo que ya no es, es imposible. Para muchas personas el mundo es algo ya terminado y clausurado, y sólo cabe esperar su amarga disolución. .
Estas ideas, son ideas de muerte y de final absoluto. Elias Canetti en la “La conciencia de las palabras” y ya con este título, con haberlo encontrado y leído, me doy por satisfecho para muchos años, nos habla de la muerte como el hecho primero y más antiguo; como el único hecho real, ya que el nacimiento, no es más que la puerta a un sueño, aún por realizar. Y volviendo a las palabras del autor, dicen así: “mientras exista la muerte toda opinión será una protesta contra ella”. Los Antropólogos, un poco más optimistas que Canetti, nos cuentan que los tres hechos fundamentales de todo ser humano son: el nacimiento, el coito y la muerte.
Si la novela está muerta, no caben entonces demasiadas alternativas. Ha ocurrido, según los que esto afirman, por fin el hecho que anuncia Canetti, y por lo tanto no hay más que investigar, ni más que decir. Ya no hay palabras posibles para describir nada, y las pocas que brillan, no son más que fuegos fatuos o de puro artificio inútil. Se acabaron los tiempos en los que todo estaba por decir. Había que decirlo y ya se dijo por fin. Hoy, y de aquí en adelante, poco más se puede hacer que lo que vamos haciendo como buenamente podemos, y es casi nada. Y encima, como si el cadáver de la novela no apestase suficiente, también la imaginación se nos está pudriendo, según anuncian todos estos agoreros de la muerte, por el hecho de que según nos amenazan, disponemos de tantísima información, que es excesiva y estamos, como decía Ramón Llul, tristes de tanta abundancia de pensamiento. En el grabado de Durero llamado “Melancolía”, (mírenlo por favor), podemos ver a un ángel sentado con el puño izquierdo sujetándose la mejilla. En su mano derecha tiene un compás y, como les pasa a todos los ángeles, en su espalda hay unas alas. A sus pies hay un tintero, una escuadra, una esfera, un cepillo, una sierra, una regla, y qué sé yo que más cosas. Un ángel mujer que lo sabe todo, que quiere saberlo todo, o quizás crea que ya lo sabe todo y de ahí le viene esa profunda tristeza, esa melancolía.
Pero en fin, no hay que extrañarse, porque nosotros, habitantes de este siglo, también nos creemos en poder de esa enorme sabiduría del ángel de Durero. En las casas ya no existen aquellas inmensas bibliotecas, y los niños se pasan las horas frente al televisor. Ni siquiera las enciclopedias de nuestra infancia tiene hoy sentido, y han desaparecido también de las casas, y las librerías no hacen otra cosa, que planear su cierre o reconversión en otra clase de empresa más rentable. Y eso que Edmundo de Amicis lo advertía hace 100 años más o menos: “UNA CASA SIN LIBROS ES UNA CASA SIN DIGNIDAD”. Será que ya hemos aprendido, y que ya no necesitamos de todos aquellos grandes relatos, que nos explicaban el mundo y a nosotros mismos.
Pero hay una circunstancia que de momento sigue siendo verdad única. Nosotros, los seres humanos, vemos por las palabras. Ellas son nuestros ojos, y sólo el lenguaje nos permite tener tratos con la experiencia. El conocimiento no nos puede llegar de otra manera que no sea a través de las palabras. Y no hay silencio, por inmenso y cruel que sea, capaz de sustituir al chorro de palabras que constantemente fabrica nuestro cerebro. Por eso el filósofo Wittgenstein, estaba empeñado, en que nuestra única solución, nuestro único futuro, no era otro que arremeter contra los límites del lenguaje, para intentar agrandar nuestro mundo, rompiendo nuestras fronteras, y así poder nombrar aquello que aún no hemos nombrado, porque es de lo que, de momento, no se puede hablar. Y esto, si no me equivoco, también es el territorio de la literatura. Y ahí es en donde tenemos que trabajar, ampliando así nuestro pequeño horizonte. Es nuestra única salida.
Así es que pido por favor a todas aquellas personas que se dedican al noble arte de la escritura, que arremetan contra las fronteras de nuestro lenguaje, que lo enriquezcan y lo amplíen, y que hagan lo posible, para que descubramos todos esos horizontes que aún nos faltan por descubrir, y que están allí guardados entre las páginas de las novelas que aún no hemos leído, y entre las que están por escribir.
La novela no ha muerto. Lo que pasa realmente es que aún no ha hecho más que empezar. Que ciegos somos a veces. Que ciegos somos siempre.

domingo, mayo 11, 2008

EL GRITO DE LA TIERRA


EL GRITO DE LA TIERRA. Primeros párrafos
Cuando sólo tenía catorce años escuché por primera vez en mi vida una canción que me marcó para siempre. Se trataba de “Alfonsina y el mar” cantada por la inmensa artista argentina Mercedes Sosa. Hice una excursión con el colegio que duró cuatro o cinco días, y la primera mañana fuimos despertados de nuestros sueños con aquella canción, que sonó en un tocadiscos portátil puesto sobre una banqueta en el pasillo al que daban todas las habitaciones. Aquella excursiones eran una ocasión para salir de casa y dormir lejos de tus padres.
He oído que Mercedes Sosa ya no puede cantar. Aún conserva su lucidez y su voz tiene la potencia y profundidad que conocemos los que la seguimos desde hace años, pero ahora ya no puede cantar. El problema es que una depresión, la enfermedad de nuestro tiempo que la ha postrado en la cama, con lo que se hace imposible el movilizarla hasta un escenario para que cante. La diosa está ahora en la cama descansando.
En mi habitación de aquella excursión había poco mobiliario. Una cama una mesilla y un armario. Ni tan siquiera había cuadros colgados en la pared, en la que, eso si, había un crucifijo. Todo invitaba a la introspección y al silencio. La primera noche me costó mucho dormirme y me dediqué a observar los escasos muebles. La cama con su somier de muelles aportó poca información, el armario estaba vacío y simplemente olía a madera. Pero la mesilla de noche escondía un tesoro de un incalculable valor. No hubo más que sacar el cajón y darle la vuelta. Allí me encontré, anotado en la madera, el teléfono de una chica. Se llamaba María José. Un número de teléfono y un nombre. No había más datos.
Mercedes Sosa es una mujer cercana y siempre les dice a los periodistas que lamenta mucho no poder actuar, ya que eso es su vida y lo ha sido siempre desde que era muy joven. Ella pone la excusa de la artrosis y la obesidad, que también la afectan mucho. Su primer disco se llamó “Canciones con fundamento” y se publicó a mediados de los años sesenta. Poco después de haber grabado dos discos, comenzó a viajar por todo el mundo, transmitiendo su mensaje y se hizo muy famosa. Por entonces las letras de sus canciones habían comenzado a resultar inconvenientes para las autoridades militares que gobernaban la Argentina, y su censura en las radios oficiales fue muy común. En medio de aquella fea violencia, Mercedes Sosa seguía cantándol e a la vida. Pero el hostigamiento fue insoportable. Por eso, después de ser detenida durante un concierto en la ciudad de la Plata junto a 350 espectadores, decidió exiliarse.

sábado, abril 19, 2008

PRIMEROS PÁRRAFOS DEL RELATO DE FRANCSCO APARECIDO EN EL DIARIO "IRREVERENTES" DEL MES DE MARZO DE 2008.


NI ELLA NI YO
El aplastante mutismo de los hechos, que ocurren de forma sistemática, sin demostrar nunca nada a las claras, hicieron que Teresa desistiera muy pronto de tratar de interpretarlos. Incluso en algunas raras ocasiones, cuando descubría el mensaje escondido que llevan dentro todas las cosas, no era nunca capaz de descifrarlo, debido al bloqueo al que fue sistemáticamente sometida durante toda su infancia. Sus padres a su vez, también era impenetrables a las cosas de Teresa, y tan solo parecían abrir un resquicio en su alma, para una profunda religiosidad que, desde el principio marcó para siempre la vida de aquella familia. Teresa fue creciendo, y con las poquísimas herramientas que le fueron entregadas por los que la educaron, descubrió poco a poco que teniendo paciencia, empiezas tarde o temprano a encontrar la puerta de entrada de todas esas cosas que llamamos retóricamente “los misterios de la vida”. Pero el problema no era encontrar la entrada, sino que la verdadera dificultad para Teresa, era atravesar aquellas puertas. Nunca lo consiguió, ya que sus padres, actuaban siempre de cancerberos insobornables, como el monstruoso perro de tres cabezas, que protegía Hades, el inframundo de la antigua Grecia, no dejando salir de él a los muertos, ni dejando entrar nunca a los vivos. Jamás accedieron aquellos padres a que su hija viese por un momento ninguna luz, salvo en el instante de su alumbramiento. Y la única luminosidad que fueron capaces de mostrar a la pobre niña, que crecía confundida en medio de todo aquel océano de misterios, fue la luz antigua que ilumina la penumbra de las iglesias. Teresa fue creciendo en ese ambiente oscuro y cerrado. Apenas hablaba, y su rostro fue adoptando, según perdía la espontaneidad de la infancia, una rigidez que demostraba el conflicto y la represión que vivía en su interior. Y así, con el paso de los años, sus padres empezaron a notar que se alejaban de ella, aunque en realidad era ella la que se alejaba de sus padres y del mundo, en un viaje constante hacia su interior.

miércoles, abril 02, 2008

AHORA VIVA LAS PREGUNTAS


COMO ESCRIBIR

Escuchaba el otro día a Jose Luis Alonso de Santos, que explicaba que nadie nos va a decir nunca que nuestro escrito está mal. "Deberías trabajarlo un poco más" "es una buena idea pero podrías intentar mirar desde otro ángulo", y cosas así. Pero decirnos: "Mira guapo, dedícate a otra cosa, porque para esto no vales" o "rompe ese papel y que no lo lea nadie por favor"... No lo dice nadie. Yo sólo puedo aportar que escribir es un trabajo complicado en extremo, que requiere mucha dedicación, y que nunca es una cosa simple, que sale expontáneamente. Cervantes escribió su Quijote muchos años, creo que 52, y detrás llevaba un gran camino literario recorrido. Baudelaire escribió "consejos a los jóvenes escritores", y el primer consejo que daba era domesticar la envidia y nunca pensar que el éxito se debe a la suerte. Dice Baudelaire que el éxito "es una sucesión de pequeños triunfos imperceptibles que, acumulados en orden favorable, terminan siendo evidentes. Baudelaire escribió sus consejos con sólo 25 años, pero tengamos en cuenta que no eran los 25 años de ahora. Por último otro consejo. Esta vez de Rilke el poeta, que también escribió consejos para los escritores (cartas a un jóven poeta creo que se llama la obra). Para el artista no cuenta el tiempo, debe estar como si estuviese FRENTE A LA ETERNIDAD. Como último detalle decir que Rilke escribió sus cartas con 28 años. Termino comentando otra cuestión de Rilke, que tanto me ha gustado siempre, a pesar de que a veces es algo impenetrable. En otro de sus consejos dice simplemente: "Ahora viva las preguntas". Para escribir son mejores las dudas que las respuestas.Las respuestas las deben dar otros. Para escribir basta con preguntárselo todo.

miércoles, marzo 19, 2008

VIDAS DE CARVER


Hago mención a este artículo referido a un increíble escritor, Carver, que murió prematuramente. Sólo decir que merece la pena que le echeis un vistazo. Antonio Muñoz Molina es uno de mis escritores favoritos. Y de propina copio un interesante poema:

Miedo
Miedo a ver un auto de policía entrar en el camino.
Miedo a quedarse dormido por la noche.
Miedo a no poder dormir de noche.
Miedo a que el presente tome vuelo.
Miedo a que el pasado emerja.
Miedo a que el teléfono suene en la muerte de la noche.
Miedo a tormentas electricas.
Miedo a la mujer limpia con un lunar en su mejilla.
Miedo a los perros. Te dije que no muerden!
Miedo a la ansiedad.
Miedo a tener que identificar el cuerpo muerto de un amigo.
Miedo a quedarse sin plata.
Miedo a tener demasiado, aunque la gente no lo crea.
Miedo a los perfiles psicológicos.
Miedo a llegar tarde y miedo a llegar antes que los otros.
Miedo a la letra manuscrita de mis hijos en un sobre.
Miedo a que ellos mueran antes que yo, y que me sienta culpable.
Miedo a tener que vivir con mi madre en su vejez.
Miedo a la confusión.
Miedo a que este día termine con una mala noticia.
Miedo a despertarme y que te hayas ido.
Miedo a no amar y miedo a no amar demasiado.
Miedo a que lo que amo sea letal para aquellos a quienes amo.
Miedo a la muerte.
Miedo a vivir demasiado.
Miedo a la muerte.
He dicho esto.

jueves, febrero 14, 2008

ESCRIBIR ES VIVIR

Enviamé tus opiniones o comentarios y procuraré contestarte personalmente lo antes posible. Quiero que este blog, se convierta en un rincón en el que podamos compartir aquello que más nos gusta: la literatura; mirada desde todos los ángulos. Estoy interesado en la creación, en la propia escritura, en la edición y todos sus problemas y matices. Para ello te pediría algo tan valioso como tu participación. Seguro que no nos vamos a arrepentir. Puedes hacer clic debajo de este comentario, y dejar ahí tus palabras. Leeré todo con suma atención. Muchas gracias. Francisco Legaz.
POR FAVOR PARA PARTICIPAR HAY QUE HACER CLIC EN COMENTARIOS LITERARIOS A LA DERECHA O EN COMMENTS AQUÍ DEBAJO. GRACIAS

domingo, febrero 03, 2008

ARTICULO DEL AUTOR APARECIDO EN DIARIO IRREVERENTES


DESTRUIR EL MUNDO
María estaba muy delgada y tenía los ojos muy hundidos, pero su sonrisa se mantenía intacta a pesar de todo lo ocurrido. Me gustaba ver sus dientes blancos en su boca siempre entreabierta. Como por su aspecto parecía que estaba dormida, pensé que lo mejor sería que me diera una vuelta por el barrio, para tratar de despejarme, ya que llevaba muchas horas sin salir de allí. Me encontraba algo aturdido, aunque debería estar muy acostumbrado a todo esto. Salí a la calle ya muy tarde. Serían como las once de la noche. Entonces decidí tomarme un café. A esas horas, sólo algunos locales despachan café, por lo que entré en uno que me pareció adecuado. En el bar había cuatro o cinco personas, y el camarero una vieja radio. Realmente el local parecía abandonado desde hacía mucho tiempo. Los muebles tenían más de veinte años, y las vitrinas de la barra estaban bastante mugrientas. Me fijé en las lámparas de iluminación, y me di cuenta de que la mayoría de las bombillas estaban fundidas. Incluso había dos o tres que se habían roto y colgaban del casquillo unos finos alambres, a los que se había adherido el polvo de muchos años, y que hace unos años eran los filamentos. Eran, como los clientes del local, lámparas fundidas. Le pedí al camarero mi café, pero comencé a sentir repugnancia, ya que no veía limpieza por ninguna parte, y me temí que lo más probable es que no fuese capaz de tomármelo. Entonces se acercó a mí uno de los borrachos. Tenía aspecto de vagabundo o de transeúnte profesional; esos hombres que deambulan por los cascos históricos de todas las ciudades, y que parece que viven en la calle alcoholizados y víctimas de enfermedades mentales. Sin más preámbulos me preguntó si me gustaba la paella. Yo le contesté sorprendido, sin entender nada, que sí me gustaba. Me dijo que él había descubierto una forma de degustarla muy especial, con la que conseguía, a base de superponer los diferentes sabores del plato en un orden determinado, como si fuesen capas, potenciar el sabor de cada uno de los ingredientes al máximo. Me dijo que la gente no sabía comer. Yo miré el reloj como si quisiera decir que tenía prisa, pero él continuó con su absurdo discurso gastronómico. Me dijo que comer paella tiene su intríngulis. Y se empeñó en explicarme como había que comerla. El proceso dijo es el siguiente: Primero había que comerse los trozos de pollo lentamente y masticándolos bien. A continuación rescataba todas las chirlas o almejas y las colocaba boca arriba, en el borde del plato, de forma que quedaban aisladas del resto de los componentes. Después retiraba todos los trocitos de pimientos y judías verdes de la paella restante, ya que me explicó también que no le gustaban, aunque reconoció que aportaban un buen sabor al plato. Después de todo este proceso, se comía todas las chirlas que previamente había apartado y colocado cuidadosamente en su lugar correspondiente, según su lógica. Por fin llegaba el momento de comerse el arroz salvo el calamar, que se reserva para el siguiente paso. Y por último me dijo que, cuando ya sólo quede el calamar en el plato y ni un solo grano de arroz, hay que comerse los trozos de calamar, con lo que se da por concluida la ingestión de la paella, salvo el último detalle que digamos remata la faena y que consiste en comer un pequeño trozo de pan y beber un vaso de agua fría.
En medio de mi repugnancia el camarero me sirvió el café. Me empezaba a sentir mal. El café, como yo me temía, tenía un olor desagradable, y decidí no tomármelo, pero mientras le ponía azúcar y le daba vueltas con la cucharilla por pasar el tiempo, el maestro paellero, permanecía a mi lado expectante, como si quisiera que me terminara la taza, para seguir dándome sus explicaciones. Llevaba en la mano una copa que parecía de coñac, y tenía la mirada demasiado turbia. Y como me temía que, a continuación, era posible que me intentara explicar la forma más adecuada de zamparse un cocido madrileño, le pedí, con mucha educación, que me dejara tranquilo, ya que no tenía ganas de hablar, puesto que tenía una amiga enferma, a la que estaba acompañando y cuidando, y ahora había salido a dar una vuelta para despejarme. Para intentar largarme de allí lo antes posible, pagué el café e hice ademán de marcharme, pero me sujetó del brazo y me preguntó que ¿cómo era posible que hubiese hecho el gesto de mirar la hora dos veces, si se había dado cuenta de que no tenía reloj? Le contesté molesto que no miraba la hora. Él se encogió de hombros y bebió un sorbo de su copa. Me dirigí hacia la puerta para salir, pero aún no me había soltado el brazo. Dijo que quería acompañarme. No tuve más remedio que aceptar su desagradable compañía, y empezamos a caminar juntos por la acera hacia la casa de María. Al llegar al portal intenté despedirme de él, pero no quería irse. Le dije que iba a subir, pero se empeñó en ver a María. Como no me gusta discutir, y además estaba un poco bajo de moral, accedí contra mi propia voluntad. Casi todo lo que hago últimamente es en contra de mi voluntad. En contra de mi mismo. Subimos juntos por las escaleras de madera en penumbra, y al llegar al rellano, no me lo podía creer. Me encontraba allí, junto a un tipo desconocido y borracho, que se había empeñado en acompañarme a casa de mi querida María. Es increíble lo que le puede llegar a suceder a uno. Abrí la puerta con la llave, y entramos los dos en silencio. Le invité a sentarse un momento en una silla del salón, mientras yo me acercaba hasta la habitación en la que ella dormía. Continuaba igual que cuando me marché. Me acerqué para mirar su rostro, y fue en ese instante cuando me di cuenta de que el borracho de la paella, estaba justo detrás de mí, mirando por encima de mi hombro. Inmediatamente, nada más verla allí en la cama, dijo que iba a llamar a la policía, a la vez que se ponía muy pálido y me miraba fijamente algo desconcertado. No estaba acostumbrado a esto. Le di un empujón que hizo que se tambaleara, hasta que finalmente se desplomó, quedándose sentado en el suelo. Le estampé una botella de cerveza de litro en la cabeza, ya que fue lo que encontré más a mano, y como la botella no se rompía, le di varios botellazos hasta que el cristal estalló en mil pedazos. Aún respiró unos minutos, pero de pronto dejó de hacerlo igual que le había pasado a María. Le quité el dinero que llevaba encima, y el documento de identidad, me puse el reloj de pulsera, que había olvidado en la mesilla de noche, cogí mi revista literaria y me marché de allí con una extraña sensación en el cuerpo. Notaba algo extraño dentro de mi. Bajé por las oscuras escaleras de madera al portal. Aún quedaban unas horas para que amaneciese. Según iba caminando por la acera, empecé a sentirme mejor. Muchas veces me pasa que noto que estoy a punto de marearme. Incluso la vista se me llega a nublar algo, pero en cuanto me da un poco el aire me encuentro mejor. Me fijé en otro portal. Era el número 23 y me quedé pensativo, ya que recordé que este número, según Guillermo Bali, cubano experto en fractales, del que me he leído todos sus libros, es el número más repetido de la naturaleza. Además es un número primo. El portal estaba abierto. Entré y subí por la escalera hasta el primer piso. Llamé a la letra “A” .
“UN PÁJARO SIEMPRE BUSCA SALIR DE SU CASCARÓN. EL CASCARÓN ES SU MUNDO. AQUEL QUE QUIERE NACER DEBE DESTRUIR UN MUNDO. (HERMAN HESSE)

ARTICULO DEL AUTOR APARECIDO EN DIARIO IRREVERENTE


EL AUTOR EN LA EMISORA DE RADIO MORATA, EN MORATA DE TAJUÑA.
CREAR EL UNIVERSO. ¿PARA QUÉ?

Enlazando con la teoría de que todo el universo fue creado, y se fue modificando lentamente durante miles de millones de años, buscando la racionalidad, con el objetivo de que se dieran las circunstancias para que el hombre pudiera aparecer, teoría que no me parece nada verosímil por el tufo excesivamente antropocéntrico que tiene, me pierdo intentando razonar, cuando me pregunto con el mismo planteamiento, qué es lo que yo pinto aquí. Quizás toda mi vida, la de mis padres y hermanos, la vida de mis abuelos y hasta el accidente que tuve al caerme por las escaleras de mi casa montado en un triciclo cuando tenía 3 años, han ocurrido para que termine escribiendo estas líneas, que lo mismo son las líneas fundamentales de toda mi vida. Y a lo mejor, saltándome millones de años, realmente estas líneas han venido a mi imaginación y a mi memoria, con el objetivo de ser escritas con este rotulador, en este papel de este cuaderno negro, para terminar poniendo cuando termine el punto y final. ¿Quién sabe si todo el universo existe, para que mi rotulador se pose sobre el papel, y dibuje ese punto negro, después de la última palabra. Y como últimamente había adelgazando mucho y me sentía bastante solo, decidí comprarme una mascota. Entre los candidatos, perros, gatos, salamandras o periquitos, al final opté por un cerdo vietnamita. Son animales cariñosos y limpios, que no dan mucho trabajo. Y mientras el empleado de la tienda de mascotas pasaba la tarjeta de mi banco por el aparato correspondiente, también me planteaba si todo el universo fue creado para que aquel cerdo fuera a parar a mi casa. Todo son conjeturas y preguntas. La mayoría no tienen respuesta, y parece que intentar encontrarla, puede ser un síntoma de un cierto trastorno mental, e incluso la búsqueda ansiosa de respuestas, puede conducir directamente a la enfermedad. Menos mal que, como dice una maravillosa frase que leí en una novela: “tarde o temprano se deja de hablar del asunto”, y así la cabeza puede descansar de estas dudas y plantearse otras nuevas no mejores sino distintas. Dudas como la que se le planteó a una tal Palmira cuando decidió romper la relación que mantenía por correspondencia con un tal Julio José. Le envió una carta llena de cariño, en la que le explicaba que no podía seguir con aquella relación, que ya duraba nueve años, ya que al no materializarse nunca debido a la distancia, a ella le parecía que era una relación sin sentido y vacía, teniendo en cuenta la necesidad que tenemos los humanos de, al menos, mantener con nuestros congéneres un contacto mínimo visual. De acuerdo que las cartas de Julio José estaban cargadas de frases que incendiaban el corazón de Palmira, pero cuando el número de cartas se aproximaba a trescientas, a Palmira le empezó a parecer que aquello era ya un poco absurdo. Julio José, como siempre hacía, contestó a vuelta de correo. Ella cogió el sobre, lo abrió y se encontró con sesenta y tres fotos de mujeres diversas. Los primeros minutos de contemplación de todas aquellas caras, fueron para Palmira minutos de pura perplejidad, pero enseguida empezó a comprender que Julio José, esta vez, no había pecado de falta de sinceridad. El texto era breve: “Querida Palmira, te ruego que escojas tu fotografía y me devuelvas el resto, ya que de momento quiero conservarlas”. Ella tiró a la basura el sobre entero con todas las fotografías, y se preguntó si en los últimos veinte años había hecho algo que hubiese salido realmente bien. Pero el universo fue creado para que yo, persona aficionada a veces, cuando me acuerdo o me viene bien, a revolver en las basuras ajenas, me encontrase aquella tarde de hace diez años, un sobre con sesenta y tres fotos de mujeres, con el nombre, los apellidos y la dirección escritos en el reverso de cada una de ellas cuidadosamente. Tardé varias semanas en estudiar de forma minuciosa cada una de las caras de todas aquellas chicas. Algunas eran guapas, y a estas las aparté del resto. Al final, después de muchas dudas, seleccioné a tres de todas aquellas mujeres y mandé, a cada una de ellas, una carta invitándolas a entablar una nueva relación epistolar conmigo. Mientras tanto mi cerdo y yo, atravesábamos con mucha dificultad los caminos que conducen a los seres vivos a la felicidad. Él tenía costumbres relativas a la higiene, que no eran del todo compatibles con las mías, y esto provocaba la aparición entre nosotros de serios enfrentamientos, e intentos por mi parte de la ruptura de la relación establecida, pero todo lo íbamos superando con paciencia y cariño. Al cabo de dos meses, como no había recibido respuesta de ninguna de las mujeres, me di cuenta de que la única que podría estar a mi alcance, debido a que éramos vecinos, era la propia Palmira. Así es que una tarde lluviosa, con el sobre lleno de fotografías debajo del brazo, llamé a su puerta y me presenté, intentándole explicar todo lo ocurrido. Ni que decir tiene, que le pido a usted, como lector, que suspenda su sentido de la incredulidad por unos instantes, a pesar de que sé que a estas alturas habrá puesto ya en marcha los mecanismos que conducen a tirar este relato a la papelera y no seguir leyendo.

Palmira a fecha de hoy es mi esposa. Es lo bueno que tiene el ser humano. Es capaz de inventarse algo increíble, y encima es capaz de creérselo y obrar en consecuencia, y de esto se podrían poner cientos de ejemplos. Palmira y yo nos inventamos la idea de que era maravilloso el que yo hubiese encontrado aquellas fotos en la basura, y de esta forma nos hubiéramos conocido. Nos lo inventamos, nos los creímos los dos, y obramos en consecuencia. Newton decía que lo que sabemos es sólo una gota de agua y lo que ignoramos es el océano entero. Nosotros con nuestra gota de agua, nos fuimos apañando unos años, nadando en ella por turnos como podíamos. Pero hoy es el día en el que le voy a devolver a Palmira las sesenta y tres fotos, de forma que podrá contar que a ella esto le ha ocurrido dos veces en su vida, lo que no deja de tener un cierto mérito. Voy a dejar a Palmira, porque no la soporto más.
Así es que mi cerdo vietnamita, por el que parece que no pasan los años, y yo, volvemos a estar solos, el uno con el otro. Pero mis esperanzas o mis ilusiones ahora están puestas en una de las tres mujeres que seleccioné hace nueve años de aquellas fotos. Se llama Amelia. Después de nueve años y medio, recibí una carta de ella, interesándose por mí. Me contaba que había tardado todo este tiempo en pensárselo, cosa que no me extrañó en absoluto, teniendo en cuenta lo elástica que es la dimensión del tiempo, y lo extraña que es la memoria, pero que por fin se había decidido, venciendo a todas sus dudas. Durante los últimos meses, sin que Palmira se diera cuenta, nos hemos estado escribiendo y casi sin quererlo, me he ido sintiendo cada vez más atraído por Amelia. Reconozco que yo también tengo muchas dudas, ya que, por experiencia sé, que no siempre las cosas salen bien, cuando te fías de una simple foto, Además lo de que la cara es el espejo del alma, no especifica del alma de quien, por lo que escribiendo a Amelia, sé que me aventuro por terrenos que sin duda, si no lo son, se convertirán pronto en resbaladizos, casi con toda seguridad. Como me ha pasado en otras ocasiones, me he inventado a Amelia. Me la he inventado y me la he creído y ahora quiero obrar en consecuencia.

A Amelia, en una de las cartas, le conté lo de mi cerdo vietnamita. De momento no ha dicho nada al respecto, seguramente porque es como yo, que me conformo con no saber nada o con saber sólo cosas falsas. Aunque ella si que me hace preguntas que, a veces, son algo inquietantes, como por ejemplo su duda de por qué Alberto Durero se pintó en su autorretrato con guantes. Yo creo que Amelia y yo vamos por el buen camino, y mi cerdo JJ nos acompañara. Él si que sabe para qué se creo el universo.

ARTÍCULO DEL AUTOR APARECIDO EN DIARIO IRREVERENTE


UNOS DIAS EN VENECIA

Tengo delante de mis ojos, muy cerca, una pequeña acuarela. Se trata de una embarcación de unos cuatro o cinco metros, que flota sobre el agua casi verde. A la derecha hay una playa de arena que parece rosa, y el fondo es un cielo azul, limpio e inmenso. No se ve el sol, y nada permite deducir la temperatura, aunque en la pintura parece que es que es verano. El cuadro es sencillo. No contiene muchos elementos, pero la contemplación de su belleza, me ha hecho recordar como vino a parar a mis manos. Fue en un viaje a Venecia. Una ciudad, que con el paso de los años, de los siglos, sigue siendo misteriosa; sigue siendo la misma. Pasear por sus calles, perderse por ellas, contemplar sus viejos palacios y observar como el agua lame el umbral de sus puertas, ver como las gentes caminan por sus luces y por sus sombras, admiradas de tanto esplendor. Todo eso y mucho más, me recuerda este pequeño cuadrito, que enmarqué al volver de aquel viaje a la Serenísima República de Venecia. Allí conocí a Antonio, el pintor. Se ponía todas las mañanas en una calle, con su caballete y sus pinceles, a eso de las once, a pintar hermosos paisajes como el que tengo ahora encima de la mesa. Eran paisajes inventados, sin modelo, porque Antonio se sabía Venecia de memoria. No necesitaba ponerse delante del Lido para dibujarlo. Lo tenía grabado en su retina, y no tenía más que proyectar en el cuadro, lo que su imaginación o su memoria veían con claridad. Antonio tuvo el privilegio de nacer en Venecia, algo que pocos mortales se pueden permitir. Le conocí justo al salir del museo Vivaldi, otro Antonio. Estaba allí sentado en su banqueta, pintando pausadamente, cualquier paisaje Veneciano y yo me quedé mirándole. Me acerqué por su espalda, ya que se ponía así para que los turistas como yo, pudieran ver sus obras, y asistí al nacimiento, a los primeros trazos del cuadro que tengo ahora encima de la mesa. Antonio hacía poesía con su pintura. Todos sus cuadros, extendidos a su alrededor por el suelo, tenían una magia especial. Yo no soy capaz de describir esa magia porque no soy especialista en “EKFRASIS”, que es la descripción en poesía o en prosa de un objeto artístico. Pero puedo decir que él pintaba luces y colores que eran palabras. Los ingleses le han dado un nombre a esto: “word painting” y por ejemplo escritores como Carlos Dickens cultivaron la pintura de palabras. Incluso recuerdo un pasaje de “En busca del tiempo perdido” de Proust, en el que Bergotte, un escritor que estaba enfermo, decide ir a ver un cuadro, nada menos que de Vermer, concretamente uno llamado “La vista de Delf”, para fijarse en un detalle concreto; un fragmento de tela pintado de amarillo. Proust era así, que le vamos a hacer. Pero yo, aunque lo pueda parecer, hoy no quiero hablar de pintura, sino que escribo para hablar de Antonio.
Como me quedé muy impresionada por sus pinturas callejeras, fui a buscarle al mismo lugar al día siguiente. Caminé por las calles de Venecia, segura de que le iba a encontrar, pero al llegar a la plaza en donde se encuentra el museo Vivaldi, Antonio no estaba. Pregunté en un café cercano, y me dijeron que nunca se ponía en el mismo sitio. Así es que me puse a caminar, hasta que, al doblar una esquina cercana, le vi. La escena era la misma. Continuaba pintando mi cuadro que había avanzado poco. Parecía que le estaba dando una segunda capa de color a la pintura. Pintaba en capas, como escriben muchos escritores, que van cubriendo el relato con capas de palabras, haciéndolo cada vez más denso. Volví a acercarme a él, que inmediatamente me reconoció, diciéndome: “Señorita, vuelve usted a ver mi cuadro. Eso es que le ha gustado”. Me contó que había nacido en Venecia, pero que por motivos de comodidad vivía en una ciudad cercana. Venía todos los días en barco a pintar, salvo que hiciera mal tiempo. Me preguntó mi nombre, y me dijo el suyo. Antonio.
Como estábamos cerca del museo Vivaldi, se escuchaban acordes de las cuatro estaciones. Antonio a veces se callaba, e intentaba concentrarse en su pintura. Yo me quedaba mirando su técnica, observando como mezclaba los colores delicadamente con los pinceles. De repente paraba, me miraba a los ojos, y comenzaba de nuevo a hablarme. Aquella mañana me habló de Freud, del que conocía sus obras con detalle minucioso. Antonio era psicoanalista, pero decidió un día dejar su consulta, para dedicarse a pintar cuadros en Venecia, y vivir de los turistas que, como yo, le compraban cada día sus pequeñas obras. En el capítulo primero de “Psicopatología de la vida cotidiana, Freud cuenta que un día se sorprendió porque no podía recordar el nombre del artista que pintó los frescos del juicio final, en la catedral de Orvieto. Creía que era Boticelli, aunque sabía que no era él. Un día por fin lo recordó. El nombre correcto era Signorelli. El motivo del olvido, según él, era la puesta en marcha del mecanismo de defensa capaz de censurar una palabra que, por algún motivo, ha quedado asociada a algún acontecimiento traumático, como era el caso de la palabra “señor”.
Al atardecer del tercer día, cogimos un barco para salir de Venecia, que nos llevó a casa de Antonio. Como no habíamos comido, preparó una ensalada con pasta y descorchó una botella de vino. Más tarde hicimos el amor. Después me enseñó sus cuadros, de los que la casa estaba llena. Todos tenían atrapada la luz de Venecia.

Napoleón Bonaparte, pasó una temporada en Venecia, después de invadirla en el año 1.797, y cada noche copulaba con una Veneciana, porque decía que aquellas mujeres tenían los mejores orgasmos de Europa. Una de ellas, María Signorelli, consiguió echar raíces en el corazón del general, que estuvo a punto de abandonar a su mujer, y llevarse a María a París, pero tuvo que repartir Venecia entre Francia y Austria, y María no se lo perdonó. Napoleón se despidió de ella dando una lujosa fiesta. Una historia en tres partes, como las obras de Vivaldi. La primera un allegro, la segunda parte largo y piannísimo y la tercera de nuevo un allegro. El conjunto, casi siempre resulta triste, y aunque la música comience “forte”, tiende a terminar “piano”, como la vida misma.

Al día siguiente, no encontré a Antonio. No le volví a ver nunca más. Mi pintor veneciano, se había esfumado entre todos aquellos canales. Recorrí las calles todos los días que quedaban de mi estancia en Venecia, pero Antonio no apareció. El último día fui a su casa a llamar a su puerta. Al escuchar el timbre, un vecino salió al rellano, y pronunció con dificultad mi nombre, preguntándome si era yo misma. Me entregó entonces un pequeño paquete de papel de estraza, que contenía el cuadro que Antonio estaba pintando la mañana que le conocí. El vecino me dijo que Antonio, en cuanto conseguía el suficiente dinero, se marchaba largas temporadas a vivir a Roma, en donde al parecer tenía familia.

El cuadro que me regaló, fue el único recuerdo que pude salvar. Ahora han pasado los años, y de vez en cuando me pongo a mirarlo conscientemente, para que aquellos recuerdos tan dulces, me vengan a la memoria, invadiéndome cualquier tarde que ya daba por perdida. Y es que recordar siempre es un placer.