viernes, diciembre 26, 2008

LA DELGADA LÍNEA

La delgada línea

Los seres humanos tenemos una extraña habilidad. Le añadimos fronteras a todo lo que tocamos. Esto es mío, aquello es azul, o yo soy de estos o de los nuestros que aún es peor. En todo hay fronteras; esas desagradables líneas imaginarias, que separan virtualmente las cosas unas de otras, y que nos vemos obligados a atravesar o cruzar constantemente.
Se aprecia la inutilidad de las fronteras precisamente al atravesarlas. El cielo es azul a los dos lados, y la tierra es del mismo color y tiene el mismo tacto, pero decimos que lo de aquí es lo nuestro, y lo de allí es de los otros. Y lo que es el colmo de la demostración de la poca consistencia de la idea de frontera, es que los hombres y mujeres de un lado y los del otro, son tan parecidos, que lo único que les diferencia, precisamente es el lugar que ocupan en el mundo, a un lado o al otro de la línea trazada por ellos mismos o por otros a los que ni siquiera conocen.. Incluso a veces queremos los humanos traspasarlas, para escapar de cualquier cosa, del hambre, de nuestras propias miserias, de la represión, de la muerte o de nosotros mismos. Y entonces, por el hecho de haber atravesado esa línea invisible que separa la nada de la otra nada, que divide un todo monolítico indivisible, nos convertimos en seres a los que se llama “ilegales” en el colmo ya de la absurdez; como sin un ser humano, un ser vivo cualquiera, pudiera ser ilegal.
La literatura tampoco está libre de esas fronteras que nos hemos inventado para dividirlo todo. Y por eso se habla de novelas de esta forma o de aquella otra clase. Románticas, de aventuras, policíacas, novelas negras, o novelas rosa. Y lo primero que te pregunta todo el mundo, en cuanto se enteran de que has entregado una nueva novela a un editor, es que de qué tipo es. Siempre dudo en contestar, y me parece que mi duda es más que razonable, al tratarse de una narración que cuenta una historia y poco más. En mis novelas puede haber amor y lo hay, puede haber muertos, porque morir, es algo consustancial a la vida como el nacimiento y el coito, y puede haber cientos de cosas diversas, pero no siento mi escritura como propiedad patrimonial de ninguna adscripción literaria.
Pero avancemos un poco más en nuestro razonamiento. La gente contaba historias. Contaba lo que había ocurrido, porque lo habían visto, o porque alguien, los abuelos, o los vecinos, se lo habían contado, y nadie se paraba a pensar en nada más, hasta que llegó Voltaire e inventó la filosofía de la historia. Entonces caímos en la cuenta de que la historia, como dijo el filósofo, es el relato de los hechos que el historiador considera verdaderos, o que quiere que nosotros veamos como verdaderos, es decir, su apreciación personal y nada más. El historiador narra unos hechos, basándose en su propia inspiración, con independencia de los hechos en sí mismos. Pero lo que verdaderamente sabemos, lo único que sabemos es, como dijo Ortega, que el presente consiste en contener un pasado humano.
La frontera entre la literatura y la filosofía es débil, muy difícil de apreciar. Son una misma cosa en realidad, y lo que diferencia a unos textos de otros, no es más que el descubrimiento del lector, unas veces ingenuo, y otras avezado y paranoico; demasiado leído.
Cualquier texto está construido sobre otros textos, y todos siguen una línea que parte de un principio y se desarrolla hacia un punto indefinido, lenta y tortuosamente. Y esto es válido igual para la filosofía que para la novela. Ambas tienen esto en común, un mundo creado por infinitos cruces de líneas que forman nudos y redes, en los que cualquier lector incauto puede quedar atrapado, como le suele pasar a la mosca en la telaraña. Lectores ingenuos y paranoides, o críticos impresionistas y estructuralistas, todos pueden caer en la red de los textos y quedar atrapados para siempre. Por lo tanto existen dos niveles de lectura (ya estamos metidos en el asunto de las fronteras, pero soy humano; perdónenme) La del lector que no se preocupa por nada, y simplemente trata de pasar el rato sin más; probablemente el más inteligente y eficaz, y la lectura del que, habiendo leído ya tantos textos en su vida, ni siquiera ve en el texto la primera capa, sino que encuentra el plagio, la similitud, la afiliación política, o los errores del escritor, o incluso aquello que el autor quiso decir, sin ni siquiera saberlo él mismo, con lo que su lectura en lugar de placentera, es ardua y penosa, convirtiéndose, como el psicoanálisis, en una lectura de la sospecha.
La literatura muestra aquí su doble cara como el dios Jano. Es remedio y alivio de todos los males, pero también es un peligroso veneno que los produce y los agranda, haciendo que se desarrollen incluso los males latentes que se esconden en lo más oscuro de nuestro ser, y nunca se puede saber cual es la dosis tolerable y donde está el umbral a partir del cual todo resulta ya tóxico.
¿Y entonces la filosofía es también una narración sujeta a todas estas imprecisiones? ¿Es la filosofía una división más dentro de la literatura?
Que la filosofía se ha aprovechado de la narración, es un hecho más que manifiesto, y si no leamos de nuevo los mitos que Platón pone en boca de Sócrates, y preguntémonos si en realidad estamos hablando de filosofía o de literatura, o de las dos cosas, o de una o de otra alternativamente, dependiendo del nivel del lector, o de lectura que queramos hacer voluntariamente.
La respuesta, dado que los dos son productos del espíritu humano, es muy complicada, y más bien dependerá del lector que del texto. De hecho, muchas veces me pregunto si el éxito de tal o cual novela, no depende más del receptor de la obra que del contenido de la misma. Y aquí me estrello de frente contra las leyes de la promoción y la publicidad, que condicionan totalmente la disposición previa del que adquiere el producto y por lo tanto influyen directamente en el resultado final.
Quiero recomendar a nuestros lectores, la lectura de una obra de teatro. Se trata de “Los últimos días de Enmanuel Kant”, escrita por Alfonso Sastre. En el segundo acto, en el párrafo primero, previo a los diálogos, el autor nos describe la penosa situación de Kant, doce días antes de morir, atado a la pata de la cama, para no perderse. El mayor cerebro del pensamiento, atado a una cama, preso de la demencia y la decrepitud.
La delgada línea entre la filosofía y la literatura, entre la inteligencia y el desastre, entre la vida y la muerte.

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